No son pocos los que hoy se preguntan con
perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género
de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma
evangelización a las que se pueden responder también sin asumir los compromisos
peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una
especie de «despilfarro» de energías humanas que serían, según un criterio de
eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la
Iglesia?
Estas preguntas son más frecuentes en nuestro
tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a
valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su
«funcionalidad» inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre,
como demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción de Betania:
«María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de
Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). A Judas, que con el
pretexto de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le
responde: «Déjala» (Jn 12, 7).
Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe,
se plantean sobe la actualidad de la vida consagrada: ¿No se podría dedicar la
propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad?
He aquí la respuesta de Jesús: «Déjala».
A quien se le concede el don inestimable de seguir
más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que Él puede y debe ser amado con
corazón indiviso, que se puede entregar a Él toda la vida, y no sólo algunos
gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como
puro acto de amor, más allá de cualquier consideración «utilitarista», es signo
de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida
gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo
místico. De esta vida «derramada» sin escatimar nada se difunde el aroma que
llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y
embellecida por la presencia de la vida consagrada.
Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un
despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la
belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de
gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al
conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo.
«Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor
divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios que padece la pasión, que es el
sumo bien, le daría todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo,
y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta transformarse totalmente en el
Dios-hombre, que es el sumamente Amado» (Santa Ángela de Foligno).
San Juan Pablo II, Vita consecrata, 104.
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