El Maestro de Carrasqueda[1]
— Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no ve
muy lejos. Te llaman a atajar una riña en un pueblo, a evitarle un montón de
sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo:
¿Le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: «No puedo pararme, pobre niño; me espera
todo un pueblo al que he de salvar»? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate
del caballo y salva al niño. ¡El pueblo… que espere! Tal vez sea el niño un
futuro salvador o guía, no ya de un pueblo, sino de muchos.
Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos
cuantos mozalbetes que en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos
que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de
buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el
corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra —pensaba—; pero lo que es la
música…» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo:
nuestro Quejana.
¡Toda un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XIX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1820 al entonces pobre lugarejo en que acababa de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber nacido en él nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.
¡Toda un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XIX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1820 al entonces pobre lugarejo en que acababa de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber nacido en él nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.
Cuando el año 20 llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico,
e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar
raspándoles el de la dehesa! Lo primero, enseñarles a que se lavaran: suciedad
por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la
mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.
Con los mayores no se podía, pues a todo paraban el golpe con un ¡eso no
pinta aquí! «Más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena», era su
refrán favorito. Que se cubrieran los estercoleros de abono; que no los dejaran
en montoncitos sobre las tierras; que… ¡bah!, ¡bah!, ¡bah! ¡Querer enseñarles
labranza, a ellos, labradores desde siempre…! «¡Señor maestro, enseñe el
Catecismo a los niños, y luego, si hay tiempo, a leer y escribir, y déjese de
andróminas!»
Cada visita del concejo a la escuela costaba una sofoquina al pobre
maestro. Quiso suprimir el discursito de rigor cuando se anunció la visita del
inspector, pero el cura:
— Amigo don Casiano —le dijo—, no se nos venga con pedagogías y cosas de
ayer por la mañana, que los tíos son tíos, aunque no lo quieran, y es menester
que el hijo del alcalde eche su discursito, como es costumbre en casos
parecidos, y mejor si es verso… y que no lo entiendan, sobre todo…
Tuvo el maestro una idea. Llamó a Ramonete, hijo del tío Quejana, el
alcalde, para que convenciese a su padre de que no hacía al caso el discurso. «El
chico tendrá mejor sentido que el padre, pues no le ha sobrado tanto tiempo de
echarlo a perder», pensó. Y, en efecto, se prendó del mocito: ¡vaya un
chicuelo! Y en adelante le brindó lecciones, y por él hablaba a los demás.
Cuando ni aun Ramonete le entendía, exclamaba malhumorado: «¡Es como si hablara
a la pared!», pensando al punto: «las paredes oyen… y entienden acaso…»
Dios no le dio hijos de su mujer; pero tenía a Ramonete, y en él al
pueblo, a Carrasqueda todo. «Yo te haré hombre —le decía—; tú déjate querer.» Y
el chico no sólo se dejaba, se hacía querer. Y fue el maestro traspasándole las
ambiciones y altos anhelos, que, sin saber cómo, iban adormeciéndosele en el
corazón.
Era en el campo, entre los sembrados, bajo el infinito tornavoz del
cielo, donde, rodeado de los chicuelos, Ramonete allí juntito, a su vera, le
brotaban las parábolas del corazón. Aún recuerda Quejana —se lo hemos oído más
de una vez— cuando les decía que Jesucristo fue un artesano lugareño a quien
mataron en la ciudad, o cuando frente a un barbecho exclamaba: «¿Creéis que
esta tierra no hace más que descansar? ¡Pues no! El aire manso y silencioso la
está renovando, mientras que el ventarrón no hace sino meter ruido y derribar…»
Y cuando aquellos niños se hicieron hombres y padres, don Casiano les
hacía leer los domingos, comentándoles lo que leían, y les mondó cuerpos y
mentes, y les enseñó a cubrir el estiércol y a aprovecharlo, y, sobre todo, a
conservar en el fondo del corazón una niñez perpetua.
Mas su preocupación era Ramonete; Ramonete, que se fue a la ciudad a
estudiar carrera. Los veranos, en vacaciones, ¡qué paseos por campos sin fin,
entre barbechos!
Todos conocemos la brillante carrera de don Ramón, aquellos sus primeros
triunfos, su encumbramiento, su victoria final; todos sabemos sus desalientos
también, sus dudas y sus desazones. Cuando, después de la famosa ruptura de la
Liga, en 1850, se retiró don Ramón a su pueblo despechado y descorazonado, fue
su primer maestro quien le curó, enseñándole a querer a la Patria y hablándole
de su ensueño de una España celeste. Cuando después de su victoria definitiva
fue a su pueblo a recoger el último suspiro de su madre, ¡qué abrazo el que se
dieron él y don Casiano, en el ejido del lugar, ante los lugareños conmovidos!
Don Casiano se ha hecho célebre por el célebre estribillo de don Ramón,
estribillo que apenas falta en ninguno de los discursos; aquello de «Decía una
vez mi maestro…» Al principio provocaba a risa el inciso; pero muy pronto
empezó a provocar mayor atención y recogimiento en los oyentes.
Don Ramón intentó cierta vez condecorarle, y cuentan que le contestó: «Mi
condecoración eres tú, Ramonete». Y no insistió éste.
— Si usted hubiera salido, don Casiano…
— ¿Salir? ¿Adónde?
— Hoy tendría posición, nombre, gloria…
— ¡Posición!, ¡nombre!, ¡gloria! ¿Y Carrasqueda de Abajo? ¿Y tú,
Ramonete, y tú? No, yo no soy de los que se guardan las perrillas para amasarse
un caudalejo, agarrarse a la usura y legar a los hijos una rentita; lo que he
ganado un día lo he dado al siguiente, en calderilla, como lo gané. La gloria
es una usura. He derramado mi espíritu en Carrasqueda, en calderilla también, y
esto vale más que recogerse un nombre de oro en el mundo, un nombre que me dé
renta de elogios. Carrasqueda es mi mundo, y el mundo entero, esta pobre tierra
donde querías que dejase un nombre, nada más que un Carrasqueda algo mayor.
Levanta de noche tu vista a las estrellas, Ramonete; recuerda lo que te he
señalado, y te convencerás. ¿Qué prefieres, que tu nombre trasponga el Pirineo
y ande en bocas de extraños, o que tu alma se derrame en silencio por España,
entre los que piensan con la lengua en que piensas tú?
— Una y otra cosa don Casiano…
— ¿Es posible? No tomes a la Patria de pedestal de tu fama ni de campo
de tus hazañas, ni hagas como esos que la maldicen o desprecian porque no
siendo oída en la junta de las naciones, no se les escucha a ellos. No digas: «¿Qué
culpa tengo de haber nacido español?», no vaya a creerse, al oírtelo, que
pareces grande tan sólo porque es ella chica. Ponte a sus pies, de escabel de
su gloria y de su dicha, escondido entre los sillares de su cimiento.
— Pero en un lugarejo…
— Sí, sé lo que vas a decirme: se embrutece, se envilece y se empobrece.
Pero ¿no era mi deber trabajar porque se humanizaran, ennoblecieran y
enriquecieran tus hermanos los carrasquedeños?
— ¿Por qué no escribe usted, don Casiano?
— ¿Escribir yo? ¡Obra tú, Ramonete! Me he enterrado en vosotros, en mis
discípulos.
Todos recordarán aquel viaje precipitado de don Ramón a su pueblo,
cuando, dejando colgados graves asuntos políticos, fue a ver morir a su maestro,
ochentón ya.
Hizo éste que le llevaran a morir a la escuela, junto al encerado,
frente a aquella ventana que da a la alameda del río, apacentando sus ojos en
la visión de las montañas de la lontananza, que retenían las semillas de los
ensueños todos que, contemplándolas, le habían florecido al maestro en el
huerto del espíritu. En el encerado había hecho escribir estas palabras del
cuarto evangelio: «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda
solo; pero si muere, da mucho fruto”. Al acercársele la piadosa Muerte, le
levantó a flor de alma las raíces de los pensamientos, como en el mar levanta,
al acercársele la Luna, las raíces de las aguas. Y su espíritu, cuando sólo le
ataba el cuerpo un hilo, sobre el que blandía la Muerte, piadosa, su segur,
henchido de inspiración postrera, habló así:
— Mira, Ramonete: se me ha dicho mil veces que mi voz ha sido de las que
han clamado en el desierto… ¡Sermón perdido! Yo mismo os repetía en la escuela,
cuando tú no me entendías: «¡Es como si hablase a la pared!» Pero, hijo mío,
las paredes oyen; oyen todo, y todo empieza, ahora que me muero, a hablarme a
los oídos. Mira, Ramonete, nada muere, todo baja del río del tiempo al mar de
la eternidad y allí queda…; el universo es un vasto fonógrafo y una vasta placa
en que queda todo sonido que murió, toda figura que pasó; sólo hace falta la conmoción
que los vuelva un día… Las voces perdidas y muertas resucitarán un día y
formarán coro, un coro inmenso que llene el infinito… Me voy de esta España, de
la terrestre, de la que fluye, a la otra España, a la España celestial… Ya
sabes que el cielo envuelve a la tierra… ¡Habla y enseña aunque no te oigan!...
Soy una voz que se apaga en el desierto… ¡Adiós hijo mío!
Y calló para siempre. Y Quejana besó aquella boca, sellada para siempre
por el supremo silencio, y al besarla cayeron de los ojos vivos del discípulo
dos lágrimas a los muertos ojos del maestro, fijos en la eternidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario