“La vanidad está tan arraigada en el corazón del hombre, que un soldado, un granuja, un cocinero, un mozo de cordel se alaba a sí mismo y quiere tener sus admiradores; los quieren hasta los mismos filósofos; y quienes escriben en contra quieren tener la gloria de haber escrito bien y quienes los leen quieren tener la gloria de haberlos leído; y yo mismo, que escribo esto, tengo quizás este deseo; y quizás quienes lo lean…”
Pascal, Blaise, Pensamientos, 150 (ed. Brunschvicg).

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Predestinación

«El mismo Bossuet dice en uno de los capítulos más bellos de sus Méditations sur l'Evangile (Parte II, Día 72): “El hombre soberbio teme hacer incierta su salvación, como no la tenga en su mano; pero se equivoca. ¿Puedo estar seguro de mí mismo? ¡Dios mío!, veo que mi voluntad falla a cada momento; y si Vos me hicierais dueño y señor único de mi suerte, no aceptaría un poder tan peligroso para mi flaqueza. Que no me digan entonces que esta doctrina de gracia y de preferencia trae la desesperación a las almas buenas. ¡Cómo! ¿Se imaginan dejarme más tranquilo entregándome a mis propias fuerzas y a mi inconstancia? No, Dios mío, no puedo consentirlo. No puedo encontrar seguridad sino en el abandono en vuestras manos. Y tanta más seguridad tengo, cuanto que aquellos a quienes concedéis la confianza de entregarse enteramente a Vos, en ese dulce instinto reciben la mejor señal de vuestra bondad que puede darse en la tierra”. “Confitemini Domino, quoniam bonus...” (Ps. 117)».

Garrigou-Lagrange, Réginald, La Providencia y la confianza en Dios, DDB, Buenos Aires, 1945, p. 309.

sábado, 15 de agosto de 2020

Vida monástica: profesión

 La profesión monástica

 "Ardens est cor meum: desidero videre Dominum meum…" 

 

Todo cuerpo, por su propio peso, tiende al lugar que le es propio. El peso no impulsa únicamente hacia abajo, sino hacia el lugar propio. El fuego tiende hacia arriba, la piedra hacia abajo. Movidos por su propio peso, buscan su lugar propio. El aceite, echado debajo del agua, se coloca sobre ella. El agua, derramada sobre el aceite, se coloca debajo de él. Movidos por sus propios pesos, buscan el lugar que les es propio. Las cosas que no están ordenadas se hallan inquietas: al ordenarse, encuentran su descanso. Mi amor es mi peso: por él soy llevado adondequiera que me dirijo[1].

 Por un monje

En orden a profundizar sobre el significado de la profesión monástica, hemos encabezado esta breve meditación con un texto tomado de una de las antífonas del Oficio de santa María Magdalena, la cual nos parece que de algún modo condensa el sentido de la profesión y de la vida monásticas: “Ardens est cor meum, desidero videre Dominum meum…”: “Mi corazón está ardiendo, deseo ver a mi Señor…”. Sí, aquí está toda la vida monástica… Ya lo decía el papa Pío XII: “No son ni el temor, ni el arrepentimiento, ni la sola prudencia quienes pueblan las soledades de los monasterios. Es el amor de Dios…”[2].

Solo el amor explica nuestra vida, solo el amor la justifica… Y solo el amor de un corazón inflamado, que arde en deseos de ver a su Señor, explica nuestros votos. Pues es solo por su amor por lo que lo hemos dejado y sacrificado todo, considerándolo como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unidos a Él (cf. Fil 3, 8-9): por amor a Cristo, por seguirlo solo a Él, a cuyo amor, como nos dice Nuestro Padre san Benito, nada, absolutamente nada, debemos anteponer: “Nihil amori Christi praeponere” (RB, IV, 21). Y, como queriéndonos dejar una especie de testamento espiritual, nos lo vuelve a recalcar con más fuerza hacia el final de la Santa Regla: “Christo omnino nihil praeponant” (RB, LXXII, 11): “Nada absolutamente antepongan a Cristo”. Jesucristo ha de ser toda nuestra “filosofía”: no hemos de querer saber nada fuera de Él (cf. 1 Cor 2, 2).

El amor, como si fuera nuestro “peso” —para seguir la imagen agustiniana—, nos ha traído y empujado al monasterio, hacia nuestro “lugar propio”, hacia el que Dios nos llamaba, para el que nos concibió y quiso desde toda la eternidad, y fuera del cual estábamos “inquietos”… Y aquí, en el “ocio laborioso” del claustro, consagrados al Señor y viviendo solo para Él, tenemos nuestro descanso, hallamos la paz, la quietud y el sosiego de nuestro corazón. Y solo el amor nos dará el perseverar santamente, hasta la muerte, en la vida monástica que hemos profesado.                                                                                                                     

Decíamos que es el amor el que explica y justifica los votos que profesamos: votos de estabilidad, conversión de costumbres y obediencia.

En cuanto a la estabilidad, no es sino por amor al Señor por lo que, habiendo “quemado las naves”, lo hemos dejado todo y nos hemos encerrado en el monasterio, haciendo voto de perseverar en él y en el seno de nuestra familia y comunidad monástica, y esto “usque ad mortem…” (cf. RB, Prol, 50): para “servir al Señor” “en su casa” (RB, Prol, 45 et XXXI, 19). De este modo, nuestra clausura es una barrera contra el mundo, no contra el amor… Aquí tenemos a Dios, y eso nos basta. Pero con nuestra vida escondida, de ninguna manera nos desentendemos de los hombres, todo lo contrario: “No nos alejamos de los hombres, sino que los abrazamos de una manera más profunda en el corazón de Cristo”[3]. A la luz de la fe, somos conscientes de que permaneciendo en el monasterio entregados a Dios, por la oración y la vida regular, haremos mucho más bien a nuestros hermanos que están fuera, que con un contacto directo. Esta es nuestra parte en el Cuerpo Místico de la Iglesia. Ya lo decía el papa Pío XI: “Contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y a la salvación del género humano los que asiduamente cumplen con su oficio de orar y mortificarse, que los que con sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor; pues si aquellos no atrajeran del Cielo la abundancia de las divinas gracias para regar el campo, más escasos serían ciertamente los frutos de la labor de los operarios evangélicos…”[4]. En definitiva, permaneciendo en la intimidad con Aquel que es “más interior a nosotros que nosotros mismos” (“interior intimo meo[5]), viviendo unidos a Él, estaremos mucho más profunda e íntimamente (aunque de modo invisible y místico) unidos a todos los hombres… “Monje es aquel que, separado de todos (físicamente), está unido a todos (espiritual y místicamente)”[6].

En lo que hace al voto de conversión de costumbres, por él nos comprometemos a tender a la perfección de la caridad, i.e. a la santidad, por el camino propio de la vida contemplativa monástica, “entregándonos totalmente a Dios en la soledad y el silencio, en la oración constante y en la gozosa penitencia”[7], en la pobreza y en la castidad; todo lo cual, nuevamente, se explica desde el amor…, que últimamente no quiere estar sino con el Amado, hablar solo con Él, sacrificarlo y dejarlo todo por Él, y reservarle todo el corazón, indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-35), únicamente a Él.

Y, finalmente, en cuanto a la obediencia, Nuestro Padre nos dice explícitamente que la misma se funda en el amor a Dios: “pro Dei amore” (RB, VII, 34), y que es un modo de imitación de Nuestro Señor, “factus oboediens usque ad mortem” (Fil. 2, 8). Asimismo, creemos que el Abad, a quien hemos prometido obedecer, hace las veces de Cristo en el monasterio (RB, II, 2).

Ahora bien, en santa María Magdalena, a cuya fiesta pertenece la antífona que encabeza esta breve meditación, se manifiesta de modo muy elocuente el ardor de este corazón enamorado, el deseo ardiente de Dios… “¡Cuán grande era el amor que ardía en su corazón, no apartándose del sepulcro del Señor!, nos dice nuestro Gregorio[8]… Buscaba al que no hallaba, y, buscándole, lloraba; e inflamada en el fuego de su amor, ardía en deseos de encontrar al que creyó robado. Perseverando en su búsqueda, finalmente lo vio… La fuerza del amor acrecentó el deseo de buscarlo. Primero buscó y no halló; perseveró en buscar, y de ahí resultó hallar. Así, con la dilación crecieron sus santos deseos, y estos deseos crecidos lograron hallarlo”.

Solo el amor de Dios, solo el deseo de Dios de un corazón ardiente, explican nuestra vida, justifican nuestros votos. Y por ello solo el amor puede comprenderla… “Dame un corazón amante, y comprenderá lo que digo. Dame un corazón que desee, que tenga hambre, dame un corazón que se mire como desterrado en este desierto, y que tenga sed, y que suspire por la fuente de la Patria eterna…: dame un corazón así, y comprenderá perfectamente lo que digo. Mas…, si hablo a un corazón frío, este tal no comprenderá mi lenguaje…”[9].

Pero… Nuestra antífona del Oficio de santa María Magdalena dice algo más… “Ardens est cor meum, desidero videre Dominum meum…; quaero et non invenio ubi posuerunt Eum”: “Mi corazón está ardiendo, deseo ver a mi Señor; busco y no encuentro dónde lo pusieron”. “Busco y no encuentro”… Somos peregrinos, estamos desterrados, buscando regresar a nuestra Patria, donde solamente se aquietará nuestro corazón. Hemos venido al monasterio para “volver al Señor” (RB, Prol, 2), y en definitiva, en su sentido cabal, no lo encontraremos sino cuando, al morir, terminemos de atravesar, asidos a la Cruz de Cristo, el mar de este siglo. Allí la fe dará paso a la visión, la esperanza a la posesión, y el amor, la caridad, permanecerá por los siglos de los siglos, eternamente… Pero para llegar a la tierra prometida, esa tierra que mana leche y miel, para llegar al descanso y a la visión amorosa de Dios, hay que atravesar un largo desierto, hay que pasar por la sequedad y la aridez, por la noche y la purificación. Hay que cargar con la Cruz del Señor…, y esto cada día. Hemos de participar en la Pasión de Cristo, como nos dice Nuestro Padre (RB, Prol, 50).

Sin embargo, la dolorosa Pasión culmina en la gloriosa Resurrección: de allí que nuestra antífona tenga una última palabra, sublime, con la que termina…: “Alleluia”. “Alleluia”, esto es “Alabad al Señor”: he aquí el canto de la eternidad, de la Patria del cielo, ¡feliz Aleluya del cielo![10], donde nuestra única ocupación será contemplar, amar y glorificar a la Bienaventurada y Santísima Trinidad, sine fine. Allí será entonces, sí, la paz perfecta, el descanso sin fin, el término de la inquietud, de la búsqueda y de la sed de Dios por la que se consume nuestro corazón en este destierro… “Alleluia”: canto de la eternidad, sí, pero incoado ya aquí, en esta peregrinación. Pues no es sino el “cántico nuevo” del hombre nuevo, es decir, del hombre renovado por la gracia, la cual, como dice santo Tomás, no es sino el “germen de la gloria” (“semen gloriae”). Esto es lo que debemos buscar primero (Mt 6, 33), la mejor parte que jamás nos será quitada (Lc 10, 42): Nada hemos de anteponer a la alabanza de Dios (cf. RB, XLIII, 3), a la liturgia, en torno a la cual gira toda nuestra existencia monástica benedictina. Comenzada e incoada aquí nuestra alabanza, no buscamos sino de algún modo anticipar, en cuanto nos es posible, el himno eterno de los Ángeles y los Santos[11], junto con todos los cuales esperamos y deseamos continuarla eternamente en el cielo, en compañía de la Santísima Virgen, nuestra Madre. “Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que será en el fin que no tendrá fin. Pues ¿cuál es nuestro fin sino llegar al Reino que no tendrá fin?”[12].

Finalmente, no olvidemos que santa María Magdalena, según la tradición, fue la que escogió esta mejor parte (Lc 10, 42) y la que derramó el precioso perfume sobre Jesús (Jn 12, 1-8). Y con esto terminamos, dejando la palabra al gran san Juan Pablo II:

 

“A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que Él puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a Él toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración «utilitarista», es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida «derramada» sin escatimar nada, se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada. Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo”[13].

 

Ardens est cor meum, desidero videre Dominum meum; quaero, et non invenio ubi posuerunt Eum. Alleluia.

  

 

U.I.O.G.D.

 



[1] Agustín de Hipona, santo, Confesiones, XIII, IX, 10.

[2] S. S. Pío XII, Alocución a los miembros del Congreso de estudios sobre el monacato oriental, Roma (11 de abril de 1958). AAS 25 (1958), 285.

[3] Declaraciones de la Congregación de Solesmes, 30.

[4] S. S. Pío XI, Const. ap. Umbratilem remotamque (8 de julio de 1924): AAS 16 (1924), 389.

[5] Agustín de Hipona, santo, Confesiones, III, VI, 11: “Tu autem eras interior intimo meo et superior summo meo”.

[6] Evagrio Póntico, Sobre la oración, 124.

[7] Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Perfectae caritatis, 7, AAS 58 (1966), 705. Cf. Declaraciones de la Congregación de Solesmes, 4.

[8] Cf. Gregorio Magno, santo, Homilías sobre los Evangelios, II, V (XXV).

[9] Agustín de Hipona, santo, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, XXVI, 4.

[10] Id., Sermón 256, 1.

[11] Declaraciones de la Congregación de Solesmes, 44.

[12] Agustín de Hipona, santo, La ciudad de Dios, XXII, XXX, 5. Ibi vacabimus et videbimus; videbimus et amabimus; amabimus et laudabimus. Ecce quod erit in fine sine fine. Nam quis alius noster est finis, nisi pervenire ad Regnum, cuius nullus est finis?”.

[13] S. S. Juan Pablo II, santo, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 104: AAS 88 (1996), 480-481.

Arte: contemplación y participación de lo más real

Cómo se salvó Wang-Fô

Marguerite Yourcenar

 

 

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han. Avanzaban lentamente, ya que Wang-Fô se detenía en la noche para contemplar los astros, y en el día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, porque Wang-Fô prefería la imagen de las cosas a las propias cosas. Ningún objeto en el mundo le parecía digno de ser adquirido, con excepción de pinceles, tarros de laca y tintas de china, rollos de seda y papel de arroz.

 

Eran pobres, porque Wang-Fô cambiaba sus pinturas por una ración de puré de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, inclinado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, doblaba respetuosamente la espalda como si llevara la bóveda celeste, pues para él ese saco contenía montañas cubiertas de nieve, ríos en primavera y el rostro de la luna de verano.

 

Ling no había nacido para andar los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y retrataba el crepúsculo. Su padre había sido comerciante en oro; su madre, la hija única de un mercader de jade que le heredó sus riquezas luego de maldecirla por no haber sido hombre. Ling creció en una casa donde la abundancia había eliminado los azares. Esta existencia cuidadosamente delineada lo había vuelto tímido: Ling temía a los insectos, al trueno y a la cara de los muertos. Cuando tuvo quince años su padre le escogió esposa. La tomó muy bella, porque la idea de procurarle tanta felicidad a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sirve para dormir. La mujer de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo permaneció solo en la casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven mujer que siempre sonreía, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera.

 

Ling amó a esta mujer de corazón transparente como a un espejo que no se opaca, como a un talismán que se lleva para siempre. Frecuentaba las casas de té para seguir la moda; favorecía discretamente a los acróbatas y a las bailarinas. Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido para poder pintar mejor a un borracho; su cabeza colgaba de lado como si tratara de medir la distancia que separaba su mano de la taza.

 

El alcohol de arroz soltaba la lengua de este artesano taciturno, y durante aquella noche Wang habló como si el silencio fuera un muro y las palabras colores destinados a habitarlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de las caras de los borrachos manchadas por el humo de las bebidas calientes, el brillo marrón de las carnes desigualmente acariciadas por los lengüetazos del fuego, y el exquisito rosado de las manchas de vino cubriendo los manteles como pétalos marchitos. Un ventarrón rompió la ventana, la tormenta entró en la habitación. Wang-Fô se inclinó para hacer admirar a Ling el pálido dibujo del relámpago y Ling, maravillado, dejó de temer a la tormenta.

 

Ling pagó la cuenta del viejo pintor. Como Wang-Fô no tenía dinero ni lugar para quedarse, él le ofreció humildemente albergue. Hicieron el camino juntos. Ling llevaba una linterna, su luz proyectaba en los charcos destellos extraños. Aquella noche Ling aprendió con sorpresa que los muros de su casa no eran rojos como él creía, sino que tenían el color de una naranja a punto de podrirse. En el patio, Wang-Fô advirtió la delicada forma de un arbusto al que nadie había prestado atención y lo comparó con una joven mujer que deja secar sus cabellos. En el corredor siguió con deleite el tímido paseo de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror de Ling por estos animalillos se desvaneció por completo. Entonces, al comprender que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una nueva percepción, Ling acostó respetuosamente al anciano en la recámara donde su padre y su madre hacía mucho que habían muerto.

 

Desde mucho tiempo atrás Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa antigua tocando el laúd a la sombra de un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servir de modelo, pero Ling podía hacerlo porque no era mujer. Después Wang-Fô habló de pintar a un príncipe tirando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven de aquel tiempo era lo bastante irreal para servir de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. En seguida, Wang-Fô la pintó con ropas de hada entre las nubes del anochecer, y la joven mujer lloró, porque esto era presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang Fô hacía de ella a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor expuesta al cálido viento o a las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la faja que la estrangulaba flotaban confundidas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, pura como las bellezas celebradas por los poetas de los viejos tiempos. Wang-Fô la pintó una última vez, porque le gustaba ese color verdoso que adquiere la cara de los muertos. Su discípulo Ling mezclaba los colores, y esta tarea exigía tanta aplicación que olvidó derramar lágrimas. Y Ling no temió más a la cara de los muertos.

 

Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su fuente, para procurar al Maestro tarros de pintura púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la abandonaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad donde las caras no tenían ya nada que enseñarle, ningún secreto de fealdad y de belleza, y el maestro y su discípulo vagabundearon juntos por los caminos del reino de Han.

 

Su reputación los precedía en los pueblos, en los castillos, y bajo el atrio de los templos donde los nerviosos peregrinos se refugian al anochecer. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas por un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que les pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio, el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se alegraba de estas diferencias de opinión, que le permitían estudiar a su alrededor expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

 

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño del Maestro y aprovechaba sus éxtasis para frotarle los pies. Cuando apenas comenzaba a amanecer y el anciano aún dormía, Ling salía a la busca de paisajes tímidos, disimulados detrás de los cañaverales. Al atardecer, cuando el Maestro, desalentado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang estaba triste y hablaba de su larga edad, Ling le enseñaba sonriendo el sólido tronco de un viejo castaño; cuando Wang estaba feliz y decía chistes, Ling hacía humildemente como si lo escuchara.

 

Un día, cuando el Sol se estaba ocultando, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial. Ling buscó para Wang-Fô un lugar donde pasar la noche. El anciano se arropó con unos andrajos y Ling se acostó contra él, para calentarlo. La primavera apenas había comenzado y el piso de tierra aplanada estaba todavía helado. Al alba, unos pasos enérgicos retumbaron en los corredores de la casa. Se escucharon los cobardes susurros del dueño y algunas órdenes gritadas insolentemente. Ling tembló al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la cena del Maestro. Sin dudar de que venían a arrestarlo, se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a pasar el vado del río próximo.

 

Los soldados entraron provistos de faroles. La luz filtrada a través del papel abigarrado daba tonalidades rojas o azules a sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre sus hombros y los más feroces lanzaban de improviso bramidos sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de Wang-Fô, quien no pudo dejar de observar que sus mangas no hacían juego con el color de los abrigos. Sostenido por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados tropezando por lo desigual de los caminos. Los curiosos reunidos se burlaban de esos dos criminales que llevaban sin duda a decapitar. A todas las preguntas de Wang los soldados respondían con un gesto amenazador. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su Maestro sonriendo, lo que para él era una manera más tierna de llorar.

 

Al fin llegaron a las puertas del palacio imperial, cuyos muros violetas se levantaban en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados hicieron pasar a Wang-Fô por innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, el macho y la hembra, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas emitiendo una nota musical y su disposición era tal que al atravesar el palacio de Levante a Poniente se recorría la escala tonal. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos; se sentía que las órdenes más insignificantes pronunciadas aquí deberían ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los ancestros. Finalmente, el aire se enrareció y el silencio se volvió tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres y el pequeño grupo entró en la sala donde reinaba el Hijo del Cielo.

 

Era una sala desprovista de muros, sostenida por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se desparramaba del otro lado de los fustes de mármol, y cada flor de esos bosquecillos pertenecía a una rara especie traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, por miedo a que la meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que se bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior de las murallas e incluso se había alejado a las abejas. Un enorme muro separaba al jardín del resto del mundo, a fin de que el viento que pasa sobre los cadáveres hinchados de los perros y los restos de los campos de batalla no pudiera rozar siquiera la manga del Emperador.

 

El Amo Celeste estaba sentado en un trono de jade. Sus manos estaban arrugadas, como las de un viejo, a pesar de que apenas tenía veinte años. Su túnica era azul, para recordar el invierno, y verde, para figurar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible, como un espejo colocado demasiado arriba que no reflejara sino los astros y el implacable cielo. Tenía a la derecha a su Ministro de Placeres Perfectos, y a la izquierda a su Consejero de Justos Tormentos. Como sus cortesanos, parados al pie de las columnas, tendían la oreja para recoger hasta la más mínima palabra salida de sus labios, había tomado el hábito de hablar siempre en voz baja.

 

    Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, postrándose— estoy viejo, soy pobre y débil. Tú eres como el verano, yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas, yo sólo tengo una que ya va a terminar. ¿Qué te he hecho? Me han amarrado las manos que jamás te han perjudicado.

 

    ¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador—.

 

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del pavimento de jade hacían aparecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por esos delgados y largos dedos, buscó entre sus recuerdos si no había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato mediocre que mereciera la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta ese día, casi no había frecuentado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas a lo largo de los muelles donde disputan los estibadores.

 

  ¿Me preguntas qué daño me has hecho, viejo Wang-Fô? —volvió a decir el Emperador, inclinando su cuello estrecho hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero para mostrarte tus faltas debo recorrer contigo los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la recámara más secreta del palacio, porque creía que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en presencia de los cuales no pueden bajar los ojos. Es en esas salas en donde fui criado, viejo Wang-Fô, ya que se había dispuesto a mi alrededor la soledad para permitirme crecer ahí. Para evitar a mi candor la salpicadura de las almas humanas, me habían alejado de la marea agitada de mis futuros súbditos y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de ese hombre o de esa mujer llegara hasta mí. Los pocos servidores viejos que se me habían otorgado se mostraban lo menos posible; las horas daban vuelta en círculo, los colores de tus pinturas se encendían con el alba y palidecían con el crepúsculo. En la noche, cuando no lograba conciliar el sueño, las miraba, y durante cerca de diez años las he observado todas las noches. Durante el día, sentado sobre una alfombra de la que me sabía de memoria el dibujo, con mis manos vacías en mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las alegrías que me guardaba el futuro. Me imaginaba el mundo, con el país de Han en medio, semejante a la llanura monótona y vacía de la mano que atraviesan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar, donde nacen los monstruos, y más lejos todavía, las montañas, que soportan el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas estas cosas me servía de tus pinturas. Tú me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua desplegada de tus telas, tan azul que cuando una piedra se hunde en él no puede sino volverse zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como si fueran flores, parecidas a las criaturas que salen, impulsadas por el viento, en las avenidas de tus jardines; y que los jóvenes guerreros esbeltos, que vigilan las fortalezas de las fronteras, eran ellos mismos flechas que podían traspasarte el corazón. Cuando tuve dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para contemplar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos... Pedí mi litera: sacudido por caminos de los que no imaginaba ni el barro ni las piedras, recorría las provincias del Imperio sin hallar tus jardines, llenos de mujeres semejantes a luciérnagas, tus mujeres cuyo propio cuerpo es un jardín y una aurora. Los guijarros de las orillas me desilusionaron de los océanos; la sangre de los torturados es menos roja que la granada detenida en tus lienzos; la miseria de las aldeas me impide ver la hermosura de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna, como la carne muerta que cuelga de los ganchos del carnicero, y la gruesa carcajada de mis soldados me revuelve el corazón. Tú me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es sino un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, mojadas eternamente con nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena gobernar es donde tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Tú eres el único que gobiernas en paz, sobre montañas cubiertas con una nieve que nunca se funde, y sobre campos de narciso que no pueden morir. Esta es la razón, Wang-Fô, por la que he buscado qué suplicio estaría reservado a ti, cuyos sortilegios me han desilusionado de lo que poseo y encendido el deseo de lo que nunca tendré... Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que te quemen los ojos…, porque tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y como tus manos son los dos caminos de diez senderos que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te corten las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fô?

 

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cintura su cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo detuvieron. El Hijo del Cielo sonrió, y añadió con un suspiro:

 

    Y también te odio, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar… ¡Maten a ese perro!

 

Ling dio un salto hacia adelante, para evitar que su sangre manchara la ropa del Maestro... Uno de los soldados levantó su sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su cuello, como cuando se corta una flor... Los sirvientes se llevaron sus restos, y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejara sobre el pavimento de piedra verde...

 

El Emperador hizo un gesto y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

 

  Escucha, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y enjuga tus lágrimas, porque no es éste el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, a fin de que la poca luz que les queda no sea ahuyentada por tus sollozos. Ya que no sólo por rencor deseo tu muerte, no es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros planes, viejo Wang-Fô. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable, donde las montañas, el estuario de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos sin duda, pero con una evidencia que aventaja la de los propios objetos, como las figuras repetidas en las paredes de una esfera. Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fô, y tu obra maestra es apenas un borrador... Es evidente que en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, observaste a un pájaro que pasaba o a un niño que perseguía a ese pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste ni las orillas del abrigo del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura que encerrará así los últimos secretos acumulados durante tu larga vida... No tengo ninguna duda de que tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y que la eternidad penetrará en tu obra por esos trazos desdichados. Ni me cabe ninguna duda de que tus ojos, tan cerca de ser eliminados, descubrirán secretos en el límite de los sentidos humanos. Este es mi plan, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a cumplirlo. Si rehúsas, antes de enceguecerte haré quemar todas tus obras, y serás entonces como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que esta última orden no es sino consecuencia de mi bondad, pues yo sé que la tela es tu única amante.

 

A un movimiento del meñique del Emperador, dos eunucos llevaron respetuosamente la pintura inacabada, en la que Wang-Fô había trazado la imagen del mar y la del cielo. Wang-Fô secó sus lágrimas y sonrió, porque ese pequeño borrador le recordaba su juventud. Todo mostraba una frescura de alma a la que Wang-Fô ya no podía aspirar, y sin embargo faltaba algo, porque en la época en que Wang la había pintado, aún no había observado bastantes montañas, ni peñascos que bañaran en el mar sus flancos desnudos, tampoco había penetrado lo suficiente en la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender sobre el mar inacabado largos trazos azules. Un eunuco sentado a sus pies mezclaba los colores, pero lo hacía tan mal que Wang-Fô lamentó más que nunca la pérdida de su discípulo Ling.

 

Wang comenzó por pintar de rosa el extremo del ala de una nube posada sobre una montaña. Después añadió a la superficie del mar pequeñas arrugas, que no hacían sino volver más profundo el sentimiento de su serenidad. El pavimento de jade se volvía singularmente húmedo. Pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no se daba cuenta de que trabajaba con los pies en el agua.

 

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente a la distancia, rápido y ágil, como un batir de alas. El ruido se fue acercando. Llenó suavemente toda la sala… Y luego cesó. Unas gotas temblaron, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Desde hacía ya tiempo el hierro al rojo, destinado a los ojos de Wang, se había apagado sobre el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmóviles por la etiqueta, se levantaban sobre la punta de sus pies. El agua alcanzó por fin el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que uno hubiera podido escuchar la caída de una lágrima.

 

Era Ling, en efecto. Llevaba su vieja túnica de todos los días, y su manga derecha aún tenía un desgarrón que no había podido reparar en la mañana antes de la llegada de los soldados. Pero ahora llevaba alrededor del cuello una extraña marca roja. Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:

 

    Te creía muerto.

 

    Estando usted vivo —respondió respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir?

 

Y ayudó al Maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de suerte que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como una flor de loto…

 

  Mira, hijo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—: esos desdichados van a perecer, si no es que ya están muertos. No sospechaba que hubiera bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

 

    No tema nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Muy pronto estarán secos, y no recordarán siquiera que sus mangas estuvieron mojadas. Sólo el Emperador guardará en su corazón un poco de amargura marina... Estas gentes no están hechas para perderse en el interior de una pintura.

 

Y añadió:

 

  El mar está tranquilo. El viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo su nido. Partamos, Maestro, al País de Más Allá de las olas…

 

    Partamos… —dijo el anciano pintor—.

 

Wang-Fô tomó el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de su golpe llenó de nuevo toda la sala, firme y regular, como el ritmo de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente alrededor de los grandes peñascos verticales, que volvían a convertirse en columnas. Pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaban, solitarios, en las depresiones del pavimento de jade. Los vestidos de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador guardaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

 

El cuadro terminado por Wang-Fô estaba colocado contra un tapiz. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un estrecho surco, que volvía a cerrarse sobre la superficie del mar inmóvil. Ya no se distinguían los rostros de los dos hombres sentados en la barca, pero aún se podía ver la marca roja de Ling. La barba de Wang-Fô flotaba al viento…

 

El ruido de los remos fue debilitándose, y luego cesó, apagado por la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano sobre los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vapor de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca giró alrededor de un peñasco que cerraba la entrada de alta mar. La sombra de un acantilado cayó sobre ella. El surco se borró de la superficie desierta. Y el anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre, en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar...

 

 

* * *

lunes, 1 de septiembre de 2014

Verdad: Amor y odio a la verdad


“Pero ¿por qué la verdad genera odio? ¿Por qué el hombre que proclama la verdad en tu nombre viene a ser para ellos un enemigo, amando como aman la felicidad, que no es más que el gozo de la verdad? No hay más que una respuesta que ésta: el amor de la verdad es tan grande, que todos aquellos que aman otra cosa quisieran que eso que aman fuera la verdad. Y como no les gusta que les engañen, tampoco les gusta convencerse de que se engañan. Por eso odian la verdad, a causa de aquello que aman en lugar de la verdad. La aman cuando brilla, la aborrecen cuando reprende.” 

San Agustín de Hipona, Confesiones, X, 23, 34.


lunes, 25 de agosto de 2014

Vida consagrada: ¿inútil?



No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ¿Para qué sirve la vida consagrada? ¿Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se pueden responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ¿No representa quizás la vida consagrada una especie de «despilfarro» de energías humanas que serían, según un criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?


Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su «funcionalidad» inmediata. Pero interrogantes semejantes han existido siempre, como demuestra elocuentemente el episodio evangélico de la unción de Betania: «María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). A Judas, que con el pretexto de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: «Déjala» (Jn 12, 7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobe la actualidad de la vida consagrada: ¿No se podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: «Déjala».


A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que Él puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a Él toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración «utilitarista», es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida «derramada» sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada.


Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo.

«Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta transformarse totalmente en el Dios-hombre, que es el sumamente Amado» (Santa Ángela de Foligno).

   
    San Juan Pablo II, Vita consecrata, 104.